Días atrás
conversaba con un gerente de área quién intentaba explicarme que su rol no era
sencillo, ya que tenía que lidiar con un cronograma diario bastante exigido debido
a la supervisión y planificación de tareas de mantenimiento de la empresa donde
trabaja. A su estresante agenda se sumaba la atención de reclamos del personal
que muchas veces no tenían la mejor predisposición para hacer planteos de buena
manera, lo cual lo obligaba a dar respuestas tajantes, con argumentos propios o
con bajada de línea de la dirección. Entendía que con que esa forma de actuar,
los empleados lo intuían siempre malhumorado o demasiado estricto, con una
imagen muy alejada de cómo se ve a sí mismo. Tanto era así, que si algún fin de
semana se cruzaba casualmente con alguno de ellos en la calle o en algún sitio
de esparcimiento, no llegaban a reconocerlo. Quedó muy sorprendido ante mi
reflexión sobre las corazas que vamos armando sin darnos cuenta, con el fin de
protegernos de la rutina laboral y terminó de enmudecer cuando le pregunté si
era capaz realmente de sacarse esa coraza al finalizar su horario de trabajo. ‘¿Qué
coraza?’, preguntó a la vez que me respondía.
Por supuesto
que cada gestión implica un rol, pero esto no significa que debamos
transformarnos de modo tal que no logren reconocernos. Quien está en un rol de
conducción debería saber escuchar y escucharse. De alguna manera, cuando
encontramos fuera del contexto laboral a una persona que tenemos a nuestro cargo y se sorprende por ‘casi no reconocernos’, está diciendo que
habitualmente es difícil acercarse a nosotros para conversar distendidamente o
incluso podemos parecerle inaccesible. Es notable como amparados en el rol,
desatendemos dos de nuestras principales funciones: escuchar y observar. Así es
como gerentes, directores o dueños de empresas, cada uno en su rol, van tomando
distancia de su propio entorno - protegiéndose de los reclamos internos, ya que
bastante hay que lidiar con los de los clientes – sin darse cuenta que también
se alejan de su principal capital: el recurso humano.
En una
empresa con buena cantidad de empleados habrá un departamento de recursos humanos
que supuestamente cumplirá esta función – si es que no están de lleno abocados
a tareas administrativas, como legajos, liquidación de sueldos, etc. – y aunque
la empresa contara con este recurso, eso no exime a los jefes de área de estar
atentos a las necesidades de su grupo de trabajo. En el caso de empresas más
pequeñas o comercios, este rol lo cumplirá un gerente o el mismo dueño. ‘¿Es
que todo recae sobre mis espaldas?’, escuché decir con fastidio en más de una
oportunidad a varios dueños o directivos. No todo si sabe delegar, para lo cual
tendrá que armarse de paciencia para detectar colaboradores que le puedan
seguir el ritmo y le aporten ideas frescas; si tiene suerte y lo encuentra,
tendrá que entrenarlo y capacitarlo. ‘Pero eso requiere de una inversión, de
tiempo si lo entreno personalmente -y sinceramente no dispongo de un minuto-; o
de dinero si lo capacito en forma externa’, protestan algunos en el intento de
explicar que esta cuestión no es tan sencilla como soplar y hacer botellas. Completamente
de acuerdo, ya que además de entrenarlos o capacitarlos luego habrá que
contenerlos y motivarlos. No todos tendrán los mismos tiempos de aprendizaje ni
las mismas necesidades de motivación, por lo cual habrá que hacer un trabajo
personalizado.
Habitualmente cuando estas charlas llegan al profundo suspiro de
resignación de responsables agotados de lidiar con impuestos, proveedores que
no cumplen, exigencias bancarias o quejas y reclamos varios, acostumbro hacer
una reflexión final: ‘¿De qué sirve invertir una considerable suma de dinero en
el armado de una vidriera atractiva para captar clientela, si cuando logra
hacerlos ingresar a su negocio, su cliente no es recibido con cordialidad o
buena predisposición para su atención y no se siente bienvenido?’. Esos costos
fijos que tanto preocupan y desvelan, se activan en línea ascendente desde el
instante en que abrimos la puerta de nuestro negocio y encendemos la luz, no
hay forma de evitarlo, salvo cerrar. Por lo tanto, antes de hablar con el
arquitecto, el vidrierista o el pintor, deberíamos asegurarnos que nuestro
personal esté preparado y con ganas de atender a los clientes para que el resto
de la inversión realmente se luzca. Después del suspiro, se suele escuchar al
unísono: ‘Es razonable… ¿y por dónde empiezo?’. Por el principio: escuchar y
observar.
Hace un
tiempo entrevistaba a una empleada del área de atención al público que tenía algunas
dificultades en la gestión diaria. La cuestión era que si el cliente le caía
bien, su nivel de atención era muy bueno; pero si el individuo no entraba
dentro de la categoría de simpático o agradable, según su criterio, caía en una
amansadora de espera injustificada y no se hacía merecedor ni de media sonrisa.
Su jefa me había pedido que conversara con ella ya que estaba sorprendida por
su desempeño, considerando que en su anterior experiencia laboral se había
dedicado un par de años a la atención al público en un local de ventas de
esencias y fragancias, con clientela predominantemente femenina, muy exigente a
la hora del buen trato. La intención era organizar un par de charlas de
diagnóstico para detectar necesidades. En nuestro primer encuentro surgieron
dos datos interesantes. En primer lugar, descubrí que había una experiencia
laboral anterior a las esencias, que podía llegar a darnos una buena pista de
sus necesidades. Había trabajado durante tres años en uno de esos locales de
comidas rápidas que como todos sabemos, se manejan con una estructura vertical
y todos los procedimientos se documentan en manuales. En este lugar había
ascendido al puesto de encargada al término del primer año, resultando ser
generalmente destacada como ‘la empleada del mes’. En segundo lugar, observó
que le faltaban herramientas para gestionar su trabajo diario, se molestaba
porque en más de una oportunidad tenía que recurrir a una tercera persona antes
de brindar información al cliente, entendiendo que muchas veces podría haberlo
resuelto en forma directa, evitando demoras y brindando ella misma desde su
puesto de trabajo la solución.
Para el
segundo encuentro le propuse hacer un listado de aquellos clientes que no le
gustaba atender, con la intención de conversar sobre los motivos, o por qué le
caían tan mal. Analizando cada uno de los casos nos dimos cuenta que los
clientes que estaban en su lista de ‘inatendibles’, casualmente coincidían con
situaciones que no podía resolver, es decir, las inquietudes con las que
llegaban estos clientes eran aquellas que dependían de un tercero para ser
resueltas. Conversando con su jefa entendimos que esa muchacha necesitaba un
manual de normas y procedimientos para mejorar su desempeño. En el trabajo que
hicieron juntas, su jefa también descubrió aquellas tareas que ya podía
delegarle y aliviar su propia gestión diaria. La empleada por su parte,
clarificó qué temas podía resolver en forma directa y cuáles debía consultar y
por qué. En conclusión, la tarea cotidiana de ambas mejoró y la actitud de la
recepcionista tuvo un cambio notable.
Es un buen
caso para analizar qué vemos o qué escuchamos. Cuando esta chica ingresó a la
empresa detalló en su currículum todos sus empleos anteriores. Se hizo hincapié
en su experiencia en atención al público, en función de lo que la empresa
necesitaba; pero nadie notó aquel empleo estructurado en el cual se había
destacado, siendo un dato considerable ya que habla de las necesidades del
empleado para hacer bien su trabajo. Cuando me solicitaron hacer el
diagnóstico, su jefa se quejaba de su desempeño y ella de la falta de
herramientas para realizarlo bien. Es decir que ambas estaban haciendo la misma
búsqueda pero no podían escucharse. Su jefa se sorprendía de aquel descubrimiento
y se preguntaba cómo pude haber obtenido esa información en una hora de
conversación. Generalmente acostumbro hacer las charlas de diagnóstico fuera
del ambiente laboral, por ejemplo en un bar, para predisponer a una
conversación más distendida y sin interrupciones del entorno. No me lleva más
de una hora y media.
Si estamos
preocupados por mejorar la calidad de atención y servicio al cliente, debemos
ocuparnos de la calidad interna. Es un buen ejercicio dedicar una o dos horas
semanales a charlas de diagnóstico, conversar sobre lo que ocurrió
recientemente, qué casos se presentaron con dificultad, cómo fueron resueltos o
si aún siguen pendientes, si había una alternativa mejor para resolverlo, etc. Muchos
podrán decir que dedican más de dos horas semanales a la atención de estos
temas, cada vez que un empleado los interrumpe para hacer una consulta o
detiene su paso veloz al entrar o al salir de la empresa. Seguramente la
consulta será antecedida por un: ‘Disculpe que lo moleste…’. Si bien es un
término formal para conseguir su atención, también le están informando que lo
entienden ocupado en asuntos más importantes y sin tiempo para dedicarles.
Con
el simple hecho de organizar una reunión semanal está expresando su interés en
las mismas preocupaciones que sus empleados, está predisponiendo al diálogo y a
trabajar en equipo. Si el grupo no está acostumbrado, las primeras reuniones
podrán ser un poco incómodas – no se olvide que probablemente lo vean
inaccesible y tarden en reconocerlo -, pero a medida que avancen se irán
distendiendo, compartirán sus opiniones y empezarán a surgir ideas nuevas.
Apague el
celular, avísele a su secretaria que no sean interrumpidos y concéntrese en
escuchar y observar. Antes de comenzar el entrenamiento o la capacitación, ya
estará conteniendo a su grupo de trabajo y motivando la participación. Tenga a
mano un anotador para registrar todo aquello que le parezca importante analizar
posteriormente con su equipo más cercano o aquellos temas que merecen ser
vueltos a tratar en profundidad en un nuevo encuentro. Lleve a la reunión una
mirada sincera, sin mentirse a usted mismo y dispóngase a escuchar como si la
empresa fuese de otro. A medida que avanzan los encuentros, entrene el ojo
crítico.